Mi hija era todo en este
mundo para mí. Ella era una buena estudiante, era graciosa, tenía
buenos amigos, tenía buena salud, y lo más importante, le había dado una muy buena educación. Podría decir
con total seguridad que le había ofrecido todas las herramientas necesarias para que fuera una
buena persona.
Mi hija decía siempre
que me quería, y en realidad lo hacía, me lo demostraba cada vez
que podía. Siempre fue atenta conmigo, con mi salud, con mis altos y
bajos. Fue una gran hija, una hija que muchos padres quisieran tener.
Mi hija siempre buscaba
la manera de complacerme, de demostrarme su afecto, su cariño, su
amor. Nunca me quejé de eso, ya que estaba satisfecho por los frutos
de lo que había sembrado durante tanto tiempo. Era como plantar una
semilla con toda la dedicación y atención del mundo, cuidarla en
todo momento, a toda hora, y a la final ver como se comienza a
convertir en una hermosa flor. Realmente estaba satisfecho de poder
ver que mi esfuerzo había valido la pena.
Mi hija nunca pedía o
exigía cosas que yo no pudiera darle. Estaba consciente de mi
situación y que no siempre se podía obtener lo que quería.
Estaba muy orgulloso de que ella no fuera como otros hijos malcriados
quienes no saben valorar lo que sus padres le ofrecen, o suelen
exigir mucho más de lo que merecen.
Mi hija nunca me había
decepcionado. Cometía errores como todos, después de todo nadie es
perfecto, pero no parecía hacerlo con mala intención, era más
“inocencia” que otra cosa. Le daba consejos, y le hacía ver la
realidad de las cosas, y siempre fue así. Discutía con ella, la
regañaba, pero pronto parecía comprender mi preocupación por ella
y todo volvía a la normalidad, sin rencores ni resentimientos.
Mi hija fue creciendo con
el tiempo, y haciéndose cada vez más independiente. Yo era todo lo
que tenía, y hubiera dado la vida por ella, pero se fue haciendo más
solitaria, más centrada en su mundo que en la realidad que la
rodeaba. Se comenzó a acostumbrar a la vida fácil. A pesar de
haberle enseñado todo lo que sabía de valores y principios, no pude
evitar que viviera pensando que podía tener todo lo que quería. No
quiero decir que ese pensamiento esté errado, pero los métodos que
ella había desarrollado en su mente para lograr las cosas que quería no
habían sido los correctos.
Mi hija poco a poco se
fue distanciando de mí. Ya no me comentaba sus cosas, ya no veía en
mí a ese “amigo” que era antes. Fue cambiando. Algunas personas
decían que debía aceptar que había crecido, y que ya yo no sería
todo para ella; no les dí importancia, pero tenía mis dudas sobre
si creer o no sus afirmaciones.
Mi hija comenzó a
cometer faltas, y eso nos causaba muchos problemas... pero como todo
padre que amaba a su hija, la terminaba perdonando luego de darle una
lección moral o dos. Las faltas se fueron repitiendo, me dolía
mucho que ocurriera así, ¡pero era mi hija! No podía hacer más
que tratar de hacerle ver la realidad de las cosas, las consecuencias
de sus actos, y que sus faltas no sólo la afectaban a ella,
sino también a mí por ser su padre.
Mi hija cada vez más
estaba menos tiempo en la casa, cada vez me mostraba menos afecto,
menos aprecio, menos sentimientos... ¡pero era mi hija! El amor de
un padre por sus hijos no desaparece de la noche a la mañana, y por
eso buscaba volver a ser su amigo, volver a ser esa persona en quien
tanto confiaba, y a quien le podía contar muchas de sus cosas con
total confianza y seguridad. Muchos me decían que ella hacía cosas
indebidas, pero no les creí y me molesté con ellos. Me resultaba
imposible de creer que mi hija, a quien le enseñé tantas cosas,
pudiera hacer cosas malas... incluso llegué a escuchar que había
comenzado a consumir drogas, y el simple hecho de imaginarlo ya era
suficiente para hacerme sentir muy mal.
Mi hija seguía con la
misma actitud de los últimos días, hasta que un día no pude
soportar más las dudas y decidí hablar con ella. Le pregunté muy
gentilmente si los rumores que había escuchado de ella
eran verdad. Ella lo negó, y sin dudarlo le creí, después de todo,
¡era mi hija! No tenía por qué dudar de ella. Yo me había
encargado que todas las buenas enseñanzas que mi madre me había
transmitido durante la infancia y la adolescencia, e incluso
durante parte de mi adultez, también hayan sido transmitidas a mi
hija. Creí con todo el corazón lo que me decía, y no dudé de su
palabra.
Mi hija volvió a contar
conmigo, contarme sus cosas y a quererme como antes. Estaba realmente
feliz, ya que esos momentos de incertidumbre habían quedado atrás;
no era más que inventos de personas maliciosas. Yo por mi parte,
seguía trabajando y esforzándome por su futuro, para que estuviera
bien y tuviera una buena vida. Nada me hacía más feliz o me daba
más motivación que eso.
Mi hija se enfermó un
día. Preocupado, fui con ella al hospital para hacerle unos
exámenes, a pesar que opuso bastante resistencia y se negó muchas
veces a ir. Pensaba que era simple pánico o terror a los hospitales,
ya que yo también soy así; no pensé en nada más, después de
todo, no podía estar ocultándome nada, ella siempre me contaba
todo. Sin embargo, los resultados habían indicado que su malestar
había sido causado por el consumo de drogas. No podía creer lo que
había escuchado, y tuve una discusión muy fuerte con el doctor.
¿Cómo mi hija podía haberlo hecho? Era imposible... ella nunca me
había contado nada. Ella nunca me ocultaba nada. Seguramente era un
error... ¡Tenía que ser un error! Hablé con ella nuevamente, y le
pregunté cómo había sucedido eso. Ella me juró que no sabía, y
que seguramente algún conocido en la última fiesta en la que estuvo
habría puesto algo en su bebida sin que ella se diera cuenta. Creí
en sus palabras, ya que ella nunca me mentiría de esa manera,
¡era mi hija!
Mi hija había conseguido
un empleo. Ya casi no la veía en la casa, pero estaba tranquilo, ya
que estaba luchando y esforzándose para conseguir sus propias cosas,
justo como yo le enseñé durante mucho tiempo. Había aprendido a no
esperar recibir todo, sino a ganarse la vida por su propia cuenta.
Eso me hacía sentir muy orgulloso de ella. Era un poco duro no verla
tan seguido como antes, pero no podía quejarme, estaba haciendo algo
por su bien, por su futuro. Confieso que me preocupó un poco el
exceso de esfuerzo que estaba haciendo, ya que el trabajo no era algo
sencillo, además, estaba estudiando.
Mi hija decidió mudarse.
No impedí que lo hiciera, pero sería mentira si negara que en el
fondo quería detenerla a toda costa... pero era su decisión, y ya
era lo suficientemente mayor para tomarla sin aprobación de mi
parte. Me sentí mal al comienzo, pero era su vida, y estaba seguro
que estaba siguiendo el buen camino que tanto me esmeré en enseñarle
a recorrer.
Mi hija ya no me llamaba,
y cuando lo hacía era por muy poco tiempo. Se notaba un aire de
seriedad y falta de afecto, pero estaba seguro que era por el estrés del trabajo
y sus estudios. Le sugerí que dejara el trabajo y que se concentrara
en sus estudios, que era innecesario esforzarse tanto cuando no tenía
muchas necesidades, pero dijo que quería que las cosas fueran así,
que confiara en ella y en sus decisiones. No insistí más, ya que ella
sabía lo que hacía, además, ¡era mi hija! Así que confié en
ella, estaba seguro que no me defraudaría.
Mi hija se había
enfermado otra vez, pero me enteré un mes después que había salido
del hospital, y no precisamente porque ella me lo haya dicho. Pero la parte dura fue cuando
supe que había sido por la misma causa de la primera vez, y eso si
lo escuché de su propia voz. Me confesó que había estado
trabajando tan duramente sólo para poder comprar sus drogas, y que
había dejado de estudiar hace bastante tiempo. Mi corazón se partió
en ese momento, y el dolor que sentí es imposible de describir. Es como si todo
el esfuerzo, toda la dedicación, la atención, las enseñanzas, todo
eso hubiera sido en vano; es como si hubiera despertado de un sueño
y descubriera que esa flor que había sembrado con tanto amor y
esperanzas, nunca hubiera crecido. El dolor de un padre al saber que
todo su tiempo y esfuerzo para hacer de sus hijos mejores personas
fue en vano, es algo que no se puede narrar con simples palabras. Fue
muy doloroso, y no pude evitar insultarla y reclamarle por sus
acciones... me sentía completamente humillado y destrozado.
Mi hija desapareció de
mi vida en ese momento. No la volví a ver más. Recuerdo que lo
último que me dijo fue que lo que ella hiciera con su vida era
asunto suyo, que a mí no me importaba y que la dejara en paz. Yo
sabía perfectamente que ella necesitaba ayuda, e intenté con todas
mis fuerzas ofrecérsela... pero ella me rechazó y se fue. No supe más
de ella, al menos no hasta varios años después... lamentablemente
cuando la vi fue en una de las páginas de un diario nacional. Un
padre se alegraría mucho al ver a un hijo suyo en un diario, quizás en la
sección de “Música”, o “Deportes”... pero no en la página
de “Sucesos”. Realmente no podía creer lo que leía, y menos
saber que la historia trataba de un incidente con unos delincuentes
que forman parte del tráfico de drogas. Mi mundo se destruyó por
completo a partir de ese momento, y las cosas dejaron de ser iguales.
¿Por qué las cosas se dieron de esa manera? ¿Por qué no sirvió
de nada todo lo que le enseñé durante tanto tiempo? ¿A partir de
qué momento ella comenzó a cambiar y las cosas dejaron de ser como
antes? Nunca encontraré las respuestas a esas preguntas... pero se
que nunca podré olvidarla, y este dolor difícilmente desparecerá,
¡porque era mi hija!
Vaya.. me ha gustado mucho, y me senti identificado por ambas partes, realmente grandiosa narrativa, te felicito Ekkusu :)
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